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ESTILOS

Violencia subterránea

Violencia subterránea

Ana María Sabat González

 

A simple vista todo sucede normal y de una forma natural. Cada mañana Susana, sale para el trabajo y quienes la  miran la ven como una mujer cubana más, tal vez con un maquillaje abrumador y exagerado que trata de enmascarar el morado siniestro que lleva en uno de su pómulos.

La última golpiza que le propinó su esposo fue la más severa que ella recuerde. Todo comenzó 10 años atrás, incluso durante el noviazgo; su pareja sintió celos por un compañero de aula y vino el primer piñazo, sucedido por una escena de arrepentimiento en la que,  el hoy esposo,  le juró amor eterno y que fue solo un impulso, fruto de su gran pasión por ella.

Ese fue su primer error, los motivos nunca faltaron, y cada día se convirtió en un desastre, la vida le cambió a Susana de la noche a la mañana y se convirtió en una de esas víctimas que solo veía en televisión. Primero la ingenuidad enmascarada de un amor muerto a golpetazos, luego el miedo,  y el sentimiento de culpa, mezclado con la lástima,  hicieron  que ella siempre volviera atrás,  luego de múltiples resoluciones tomadas cada mañana delante del rostro piripinto reflejado en el espejo.

Presa de un círculo vicioso, víctima de un abusador, cada minuto de su vida fue determinante para que su autoestima disminuyera, y  hoy sencillamente, ni siquiera se siente mujer y mucho menos una profesional, su título universitario, colgado en la sala de la casa,  poco significa para su pareja, quien ve en su mujer el símbolo del sexo y un estropajo viejo que maneja un escoba y un plumero a la perfección.

Sus sueños de superación de posgrado quedaron en el pasado, los hijos y el esposo, llegaron a ser su único círculo. Susana dejó de contar y se limitó a vivir para los demás.

La conocimos un día cualquiera:  áspera, desconfiada, con los nervios a flor de piel, insegura…nada, así se sentía ella, ávida de personas que reconocieran sus valores, sus sentimientos, pero  recelosa a la enésima potencia,  poco a poco se sinceró, y tras la esquiva mujer de pocas palabras se reveló una inteligencia natural.

Confesó que la vergüenza de dcontarle a alguien sus problemas, de lavar la ropa sucia fuera de casa siempre fue mayor que los dolores corporales, pero más tarde que temprano se dio cuenta que los golpes que su esposo le propinaba,  más su epidermis, sus músculos y sus huesos roían su espíritu, seguridad, y la integridad propia de los verdaderos seres humanos.

Le aconsejamos visitar la Casa de Orientación de la Mujer y la Familia, allí un grupo de especialistas la ayudarían a resolver su problema, desde el punto de vista social,  psicológico y humano, donde también recibirían atención sus hijos, otras víctimas silenciosas de la bestialidad de su padre.

Esta es una historia, una de las muchas que ni siquiera sabemos que puedan existir detrás de las puertas, en el silencio profundo de cada hogar, donde suspiros y quejidos mudos pueden ser los confidentes de una silente y subterránea violencia femenina.

Gafas oscuras cubridoras de la barbarie de un golpe, dolores profundos que quedan detrás de palabras de menosprecio y resentimientos que son frutos de limitaciones, impedimentos  y frustraciones, pueden ser las resacas de acciones violentas  ya sean pasivas o activas.

A veces la instrucción no basta, ni siquiera crear las condiciones para que estas situaciones no sucedan. Cuba tiene legislado todo un conjunto de derechos para la mujer, entre ellos la  igualdad para ocupar puestos laborales, de salario, con leyes que la amparan en el Código Civil y  en el de la Niñez y la Familia, sin embargo no basta, a veces en estos casos hace falta una mano amiga, un vecino, un familiar, que con inteligencia intervenga y logre sacar a la víctima del letargo y reaccione, solo así estas manifestaciones de violencia subterránea dejarán de cobijarse tras la privacidad de un hogar.

 

 

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