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ESTILOS

Lo mejor que me ha pasado en la vida

Por Ana María Sabat González

Ser madre es lo mejor que me ha pasado en la vida, tengo la experiencia doble y el tenerlos por primera vez en mis brazos fue más que maravilloso, porque el corazón se le encoge a uno y las ansias de protegerlos  son inmensas, entonces sientes que las fuerzas son pocas y los brazos cortos, así hasta que te adaptas poco a poco, o al menos lo disimulas bastante bien.

Es una cadena de ensueños y desvelos, al inicio y por primera vez sientes temor, muy normal pienso, porque todos piensan que nosotras las mujeres estamos hechas para ser madres y que por naturaleza sabemos poner culeros, amamantar, cuidar un bebé enfermo, bañarlo y muchas cosas más que el diario te obliga a aprender y a no escatimar barreras para vencer tus temores a tamaña responsabilidad.

Los hombres le huyen al principio y a veces no quieren cargarlos, “es que están muy blanditos, como si se rompieran”, vano pretexto, pero nosotras nos aproximamos, los arropamos, los cuidamos y para orgullo nuestro no se nos rompen, será que eso es ser madre.

Dice un dicho popular que en el mundo solo hay un niño bello, y que es el de cada madre, y mucha razón tienen, para nosotras sin excepciones ellos son los rostros más perfectos que inventó natura, no importa su desproporción en la cabeza o en las orejas, siguen siendo insuperables, pero es que en realidad los miramos con los ojos del amor, y eso vale más.

Los veneramos tanto que vivimos en sigilo y la hora más difícil es cuando nos damos cuenta que están listos para volar solos,  y que sus alas están listas para procurarse su propia vida en el mundo, entonces se creen independientes, y  hay edades en que los consejos nuestros le chocan como entremetimientos protectores en sus vidas,  y aunque de forma diplomática se rebelan y quieren ser ellos mismos, entonces nos toca mirar y esperar, y a veces hasta nos percatamos de que llevaban razón. Esa es la vida de una madre.

Nunca los hijos crecen para los padres, aún con bigotes, incluso ya multiplicados en nuestros nietos, los seguimos viendo como los seres que nos necesitan, y los de afuera no se dan cuenta, pero es que en realidad es parte del pacto que se firmó sigilosamente en el nacimiento, cuando la sangre de ellos y la nuestra se mezclo de una vez y para siempre, y es como si viviéramos en sus vidas la prolongación de la nuestra.

 

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